El primer día del último mes del año 2021 recibí la primera dosis de la vacuna Pfizer contra COVID-19. Fue una experiencia tan surreal, llena de sensaciones específicas que espero plasmar en estas líneas mientras describo el proceso de mi laberinto a la protección.
Al llegar a la sede de
vacunación masiva para adolescentes, la primera imagen que se me vino a la
mente fue como si estuviera en el último centro de acopio en un apocalipsis
zombie. Así de distópico lo sentí.
Mientras caminaba por
la fila interminable para ingresar al estacionamiento designado como sede, no
pensaba en algo específico, estaba tan alerta que mis pensamientos solo
estorbaban mis sentidos.
Tras haber superado la
entrada al estacionamiento, la fila en la que iba se tornó en un laberinto.
Había decenas, quizá cientos, de personas que daban vueltas en forma de zig-zag
guiados alrededor de diversas cintas atadas improvisadamente que trazaban el
camino al lugar prometido.
Después de haber
esperado dos años para estar protegida contra el tormentoso virus sars-cov-2,
el momento había llegado y estaba sucediendo sin que tuviera tiempo de
reaccionar.
La fila seguía
avanzando. Esta vez vislumbraba los lotes a tan solo metros de mí. Veía grupos
de personas sentadas en círculos, como aquellos de los grupos de autoayuda, con
un enfermero transitando entre los jóvenes sentados, cada uno esperando su
turno de ser pinchados.
No lo negaré, tenía
nervios. Nunca he sido fanática de las inyecciones. Hasta hace algunos poco
años recuerdo como seguía implorando a los doctores por las medicinas orales,
mas no inyectadas y no me alcanzarían los dedos de las manos para contar las
veces que los escuché decir "con las inyecciones te curas más rápido” o
“tan grandota y tan miedosa¨.
Esta vez tenía que ser
diferente. Estaba acompañada de decenas de jóvenes, no podía darme el lujo de
llorar por miedosa a un piquetito
salvador enfrente de ellos y ser más tarde la anécdota del momento
sentenciada como “la chava que lloró”. Me imaginaba las voces y no podía permitir
que eso pasara.
Seguía caminando,
dirigiendo la mirada de un lado a otro para familiarizarme con el ambiente y
ver en qué grupo me tocaría. Finalmente la fila se detuvo y un enfermero hacía
ademanes con las manos, orientándonos a nuestros lugares correspondientes.
Tomé asiento y era el momento de la verdad. ¿Podrá la señorita de 16 años ser vacunada sin que suelte una lágrima del miedo?
Mientras el enfermero
agravaba su voz para llegar a los rincones más profundos y lograr ser escuchado,
mis ojos curiosos rodeaban la célula en la que estaba, escaneando las expresiones de los demás. En mi recorrido
visual me topaba con caras de asombro, incertidumbre, curiosidad, miedo y uno
que otro distraído que trataba de orientarse.
Seguía las
instrucciones dadas por el equipo de vacunación, pero me sentía como si viviera
fuera de mi cuerpo. Físicamente estaba ahí, pero parecía que todo lo veía desde
fuera. Quizá era mi mente suprimiendo los nervios del momento. De repente salí
de mi trance cuando escuché al enfermero decir “Comenzamos, voy a preparar sus
vacunas”.
No quería ser la
primera.
Si en ese momento mi
mente hubiera tenido un altavoz, los pensamientos de “por favor, que alguien
más sea el primero. Yo no quiero serlo. No, por favor” romperían copas de lo
estruendosos que eran.
Al parecer mis plegarias
habían sido escuchadas pues no fui la primera, pero sí la segunda en ser
vacunada. Quizá no del todo escuchadas.
Discretamente comencé
a grabar con mi celular. Sabía que debía conservar ese valiosísimo momento en
cámara, así que lo hice.
Ya era la siguiente y
tenía que mantener la compostura. “Tranquila. No llores, no llores”, me repetía
una y otra vez.
El enfermero se
acercaba y el video corría. Mi mente solo estaba concentrada en una cosa “No
llores, no hagas drama”. Mientras me presentaba el empaque de la jeringa y el
contenido dentro de ésta, yo estaba fuera de mí, tan concentrada en no sentir
miedo y no huir del pinchazo que estaba a punto de recibir.
“Aquí está tu vacuna,
¿okay?” Sin respuesta. Mi cuerpo inmóvil.
Volteé rápidamente
hacia otro lado para evitar el miedo psicológico de ver, -casi, casi en slow motion-, cómo la aguja se acercaba a mi cuerpo
perforando la piel en un instante de terror.
Mis ojos evasivos se
encontraron con la mirada del chavo que había sido vacunado primero y solo lo
vi directamente, evitando a toda costa observar cómo me picaban. Quizá mis ojos
gritaban y él los escuchó, pues lo único que escuchaba eran sus consuelos diciéndome
“tranquila, tranquila”.
Sentí el pinchazo y
tal vez sea muy exagerado decir que sentí el líquido fluir por mis venas, así
que lo dejaré en solo el pinchazo.
El enfermero se
alejaba, no sin antes darme un pequeño algodón empapado en alcohol para
presionar el lugar donde la aguja perforó.
El video seguía
corriendo, pero con la mano no vacunada logré detenerlo.
Eso había sido todo.
Lo había superado sin hacer siquiera alguna mueca. Pensé en voz alta y me
dirigí al chavo que mantuvo mi mirada: “Lo logramos”.
En efecto, lo habíamos
logrado.
¿A caso había descubierto
el secreto de la valentía para las inyecciones? Acompáñenme a descubrirlo en la 2a
dosis.
Escrito por Audrey Valenzuela.
**Adjunto evidencia de los 13 segundos del piquete. Se puede apreciar
cómo volteo y la voz de fondo me tranquiliza.
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